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La novia del preso


A veces se le ocurría que podía abandonarlo. Eran demasiadas las presiones y sufrimientos. Sus parientes le aconsejaron desde un principio que se divorciara de él y sus colegas le recomendaban lo mismo casi a diario. Manolito mismo, una vez, comentó que quizás eso sería lo mejor. “No te van a dejar tranquila”, le dijo.

Por visitarle en la cárcel, la habían tildado de desafecta y apenas la dejaban interpretar papeles que parecieran importantes. Un agente especial del Ministerio indagaba a menudo sobre ella en el teatro. Tomaba notas en una gruesa libreta; nadie sabía lo que escribía.

–¿Tú crees que él se hubiera sacrificado tanto por ti si hubiera sido al revés? –le preguntó cierta vez una amiga cercana. Ella no supo qué contestar.

Pero su lealtad y su afecto parecían a prueba de toda amenaza o tribulación. Por más lejos que sus carceleros le trasladaran, entre potreros, alambradas y montañas, ella se las arreglaba para averiguar su paradero y acudía a visitarlo, cargada de golosinas y obsequios.

Con todo, sus temores nunca llegaron a desvanecerse. Llegado el día de la visita, y mientras Manolito se ponía un uniforme limpio, le asaltaba siempre la inquietud de que no viniera a verle. De que su ausencia, por muy casual que pareciera esa vez, fuera el indicio de una muy previsible y pronta ruptura.

Una vez, cuando la hora acordada para la visita estaba a punto de acabar en uno de los penales más remotos a que le habían destinado, Manolito creyó llegado ese doloroso momento. Esperó y esperó, angustiado. Pero justo cuando su corazón se encogía de pena, comprendió que se equivocaba. Su tristeza se trocó de pronto en alegría.

Lejos, casi al final del terraplén que daba acceso a aquel aislado campo de trabajos, pudo divisar una delgada figura que corría y agitaba un brazo alzado, saludándole, mientras con el otro sujetaba sobre su cabeza una caja de cartón.

Apenas pudo estar a su lado unos minutos. Un timbre anunció casi enseguida el fin inexorable de la visita. En la caja le había traído galletas, azúcar prieta, gofio y una lata de leche condensada.

–Perdí el transporte, pero vine a pie –le dijo– Tenía que verte.

Trató de besarlo antes de irse, pero el oficial de guardia no se lo permitió. Así que lo besó de lejos hasta que desapareció por la puerta.

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