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Welcome to La Sagüesera


De mi novela 'Descansa cuando te mueras':

Yo nunca veo nada. Cosas sobrenaturales, quiero decir. Para todo lo demás tengo una visión de veinte-veinte. Siempre he admirado a los que tienen el don de la profecía, la capacidad de ver lo invisible, pero no los envidio. Hay cosas de las cuales es mejor no saber.

Hace algún tiempo me eché una noviecita esotérica. Creía en sueños, presagios, premoniciones, la reencarnación, todo eso. Veía muertos. La noche que nos conocimos, en un happy hour cerca del aeropuerto, me dijo enseguida: Tú te vas a enamorar de mí. Y así fue, me enamoré de Marisela como un perro.

Por supuesto, no había que ser un clarividente para adivinar el rumbo de mis sentimientos. La soledad me perseguía entonces como una sombra y no hallaba la hora de encontrar a alguien que animara mi lecho y mi corazón. Era cuestión de tiempo.

Estuvimos saliendo un par de meses. Me gustaba con cojones. No era alta ni bonita de cara, una mulata bastante corriente, pero tenía un cuerpo contundente, lleno de curvas. El pelo, salpicado de rayitos, le daba por la cintura, y cuando se ponía en cuatro patas en la cama me gustaba agarráselo como una brida para mortificarla. Trabajaba en una oficina de seguros, allá por Westchester, y de noche la pasaba a recoger para llevarla al cine, a la discoteca, a la playa. Singábamos a toda hora, en cualquier parte. Tenía una boquita tibia y resbalosa. Cuando se venía, había que sujetarla para que no se cayera de la cama.

Al cabo de un tiempo, le empecé a coger cariño. No sé, Marisela también era dulce y comprensiva. Decía que en otra vida había sido una esclava egipcia y por eso era tan sumisa con los machos. Me regalaba pañuelos, frascos de colonia, amuletos. Por lo demás, era un ave de mal agüero.

Un día me dijo: Anoche soñé que te mudabas conmigo. Te vi en la puerta con una maleta en la mano. Estabas triste. Yo me eché a reír, creyendo que era un truco para sonsacarme una promesa de matrimonio, pero a la semana siguiente se me quemó el apartamento y tuve que mudarme con ella, a un townhouse bastante amplio que tenía por Fontablú, sin más pertenencias que los pocos calzoncillos y pantalones que logré salvar del incendio.

Yo seguía vendiendo cable. Mi territorio era La Sagüesera, una zona pobre y a veces francamente hostil. Marisela insistía en que si ponía empeño, podía hacerme rico con las comisiones. Ojalá tu boca sea santa, le dije, pero la profecía era buena, así que nunca se materializó. La gente de aquel barrio era ignorante y desconfiada; no quería pagar por nada, mucho menos por la televisión. Se negaban a abrir la puerta y cuando lo hacían, a veces jalaban por un machete.

Una tarde que volví frustrado a casa, Marisela me miró con cara de preocupación. Solté los zapatos y saqué una Jáineke del refrigerador. Me tiré en el sofá. La cara no se le quitaba. Prendí el televisor. Cuando al fin le pregunté qué le pasaba, me contestó: Anda con cuidado, Manny, vas a tener un problema con la justicia.

Tres días después estaba en la cárcel. De la noche a la mañana, me convertí en el principal sospechoso de un doble homicidio. Por más que proclamé mi inocencia, la policía me puso las esposas y me advirtió que guardara silencio. Eso hice. No tenía alternativa. Habían encontrado dos muertos en un apartamento del Sagüé, con un tiro en la nuca cada uno, y mis huellas estaban por todas partes. Los periódicos me llamaban el Asesino del Cable. Al fin, al cabo de un mes, se dieron cuenta de que yo era un comemierda y me dejaron ir. Pero ya el daño estaba hecho. Me había quedado sin trabajo y estaba hecho un guiñapo, igualito que cuando llegué.

El día que me soltaron, Marisela me estaba esperando en la escalera de Cielito Lindo, vestida toda de blanco.

-Cojones –le dije- Tú nada más que llamas foquin desgracias.

-Es por tu bien, papi, para que te cuides.

-Entonces, ¿por qué no sueñas algo bueno, coño? –grité, haciendo aspavientos en medio de la calle. La gente me miraba como a un loco- ¡Sueña que nos ganamos la Lotto, que te encontraste un millón de pesos, cualquier cosa! Ella bajó la cabeza.

-¿Qué culpa tengo yo de lo que sueño? –se lamentó, mientras buscaba la llave del carro en su cartera.

Hacía un calor del coño de su madre. Yo no veía la hora de volver al aire acondicionado. Me metí en el automóvil y me ajusté con furia el cinturón de seguridad.

-Mira –le dije- Mejor no sueñes. No digas nada. No quiero saber el futuro. No quiero saber lo que fui ni lo que seré. Me gusta la sorpresa, lo imprevisto. La vida es así: que sea lo que Dios quiera.

Ella se puso muy seria. Nunca la había visto de esa manera. Arrancó el carro y se miró en el espejito. Antes de pisar el acelerador, me dijo, con los ojos aguados:

-Más nunca te voy a decir nada, Manny. Más nunca. ¡Te lo juro por mi madre, por todos mis muertos!

La vida volvió más o menos a la normalidad. Marisela no soñaba; yo tampoco. Pasaba el día entre las cuatro paredes del townhouse, destapando Jáinekes y viendo los programas aburridos que pasan al mediodía. Chismes, concursos mexicanos, Cristina Saralegui. Cada vez que se me ocurría salir, alguien me identificaba. ¡El Asesino del Cable, el Asesino del Cable!

Un día Marisela viene del trabajo, me da un paquete envuelto en papel de regalo y me dice: Mira lo que te compré. Era una camarita, no de las más caras, pero así y todo sabrosa. Apretaba un botón y el lente salía disparado para alante; lo volvía a apretar y se encogía como una pinga muerta. Tenía un flache especial para matar las sombras, las arrugas y otros defectos físicos. Puedes retratar fiestas, me dice. No es mala idea, pensé. Puse un anuncio en El Clarín y me empezaron a llamar.

Parecía el comienzo de una existencia más sosegada, próspera y felizmente impredecible. No ganaba mucho, pero me distraía. De vez en cuando, Marisela se tropezaba con su padre en la cocina. Hacía como veinte años que se había muerto de un jaratá y el apetito no se le quitaba todavía.

Los trabajos más divertidos eran las despedidas de solteras. Las mujeres perdían los estribos, los complejos, y se desentendían de mí. Libradas a sus antojos, se desbocaban. Inflaban condones, jugaban con vibradores, se quitaban los blúmers y gritaban palabrotas. La novia trataba de portarse bien, pero no la dejaban. La emborrachaban y la ponían a bailar sobre una mesa. Con el pretexto de instruirla, la obligaban a chupar un consolador mientras las invitadas bramaban pidiendo más, más. Era un foquin relajo.

-¿Soguá? –me dijo Marisela, una vez que le hice el cuento- Los hombres son peores. Déjalas que se diviertan, por Dios.

Era verdad. Al cabo de un tiempo, y después de muchos paris, creo que me acostumbré. Eso sí, gastaba mucha gasolina. Me pasaba el día manejando, de Hialeah para La Sagüesera, de La Sagüesera para Westchester, y de allí hasta el fondo de Kéndal, luego para el dauntaun.

Una tardecita estoy haciendo una izquierda difícil en Leyún y Flague a la hora del roche cuando de pronto siento un trastazo. Era un camionzón, uno de esos que cargan refrescos y botellones de agua. No lo vi venir. La puerta se me abrió. Si no es por el cinturón, salgo rodando por el pavimento. Fui a parar al hospital con un par de huesos rotos. Fatalidad.

Marisela me fue a buscar al Jackson por la noche. La sala de emergencias estaba repleta: quemados, asmáticos, acuchillados, embarazadas. Como no tenía seguro, me dejaron para último. A las diez de la noche, todavía estaba en una silla de ruedas. Alguien daba alaridos desde un rincón; parecía que estaban operándolo sin anestesia.

-¡Yo sabía! –exclamó Marisela al verme con un brazo enyesado.

Iba a advertirle que no estaba para regaños, pero ella no se dio por enterada.

-¡Ah no, nogüey! –gritó- De ahora en adelante te lo voy a decir todo, aunque me tapes la boca. Si no me haces caso, allá tú. ¡Mira cómo estás! Poor baby!

¿Qué se iba a hacer?

Después de aquello, los sueños y visiones se multiplicaron. Resbalones, altercados, robos, enfermedades, conflictos. Le venían dormida o a plena luz del día. Marisela me lo contaba todo después, con pelos y señales. Era como una catarata postergada de malos pronósticos, y lo que es peor, todos se cumplían inexorablemente. Por más que trataba de cuidarme, siempre acababa en el médico o en la estación de policía. Al cabo de unos meses me puse paranoico; a veces tenía tanto miedo a salir de la casa, que me quedaba en cama todo el día, paralizado.

Marisela achacaba mi visible estado de postración a toda clase de influjos metafísicos. Cuando no era víctima de algún hechizo africano, era rehén de conjunciones astrales adversas, o de los rezagos de una vida anterior disipada y pecaminosa. No le pasaba por la mente que sus propias profecías podían ser el origen del maleficio y que no podía verla ahora cerrar los ojos sin que me dieran inmediatamente escalofríos. Ya había perdido la paz, la salud, la libertad y el trabajo. ¿Qué otras calamidades me iba a predecir? Estaba hasta los cojones.

En eso, una noche Marisela irrumpe en el baño, hecha un esperpento. El pelo engrifado, la bata empapada en sudor, los labios torcidos en una mueca grotesca. Lloraba a lágrima viva.

-Tú me vas a engañar –dice entonces, apuntándome con un índice tembloroso. Cuando la oí, se me quitaron las ganas de cagar. Tiré el periódico y salté del inodoro como si me hubieran puesto un cohete en el culo.

-¿QUÉ COÑO ES LO QUE TE PASA AHORA? –rugí, pero ella no me hizo caso. Estaba ausente, como uno de esos espectros que a ratos se le aparecían.

-Te vi –siguió diciendo, con voz de ultratumba- Estabas en una cama grande... con una mujer de pelo lacio, negro, largo, muy bonita... La abrazabas y la besabas como si la quisieras mucho, hacían el amor...

Me quedé de una pieza. De todas las predicciones que había hecho, esta se me antojaba la más absurda, sobre todo porque lo último que yo tenía en mente era engañarla. Hacía tiempo que no pensaba en otra. Ni falta que me hacía. Marisela aplacaba todas mis ansias y satisfacía todos mis apetitos, aun los más perversos. Era mi felicidad. Sólo aquellos atisbos lúgubres del futuro se interponían entre nosotros. Fantasmas, espejismos, tonterías. ¿Para qué iba a cambiar el oro legítimo de su amor por el brillo efímero de una joya de fantasía?

Me abracé a ella de pronto, compadecido de los dos. La acaricié, besé sus lágrimas. Nos apretamos un rato.

-No seas tonta –le soplé al oído- Lo que puede pasar es como si nunca hubiera ocurrido...

Marisela no pareció muy convencida. No era para menos. Sus vaticinios eran siempre fulminantes. Más que pronósticos, parecían verdaderas maldiciones. Aun así, tratamos de convencernos de que podíamos esquivar aquel abismo; calculamos los riesgos, tomamos precauciones. Ella insistió en que me alejara de las despedidas de solteras, los concursos de belleza, las fiestas de quince, las bodas, en fin, todas las tentaciones. La prudencia dictaba que retratara sólo bautizos y primeras comuniones. Segura, además, de que sólo un estado de saciedad sexual permanente me haría inmune a la infidelidad, Marisela se dio a calmar mis bajas pasiones con una tenacidad implacable.

Me tropezaba con ella todas las tardes junto a la puerta, de rodillas y con la boca abierta, casi suplicante, y apenas acababa de vaciarme en sus labios, me arrastraba por las patas hasta la cama, de donde no me dejaba levantar hasta asegurarse de que había quedado inerme, exhausto, casi cadáver. Al cabo de un mes, me puse tan flaco y ojeroso, que creí me iba a tuberculizar. La pinga me ardía, la cabeza me daba vueltas. Marisela aseguraba que mientras siguiéramos un régimen semejante, nuestra unión estaría a salvo. Te voy a dejar seco, me dijo una vez, tu amor no me lo quita nadie. Esa misma noche soñó que estaba vestida de novia. La sangre se me heló en las venas.

Uno a veces cree que la fatalidad toca a la puerta con un letrero en la frente, pero no; casi siempre viene disfrazada o vestida de domingo. La reconocí enseguida (yo también tengo un sexto sentido para esas cosas), pero no me di por enterado. ¿Para qué herir sus sentimientos? Era una china medio tiempo que todavía conservaba la figura. Alta, distinguida, exótica. Desde que la vi cruzar las piernas, en un gesto ambiguo, entre púdico y exhibicionista, me di cuenta de que era una mosquita muerta. Tenía el pelo lacio, negro, largo... Debí haber salido huyendo, pero yo nunca le digo no al peligro, así que le seguí la corriente.

Me había citado en su casa de Cocoplón con el pretexto de retratar el cumpleaños de su hijo, pero en cuanto llegué me di cuenta de que no había piñata. Estábamos completamente solos en aquella mansión repleta de muebles antiguos y adornos de porcelana. Ella me explicó enseguida, con un leve sonrojo, que quería que le hiciera algunas fotos íntimas, privadas con que animar la pasión aletargada de su esposo. Algo de buen gusto, se apresuró a aclarar, apartando la vista de mis ojos azorados. Minutos después, estábamos encerrados en su alcoba.

No sé cómo pasó. Creo que fue cuando la vi en aquella ropita interior medio transparente, o cuando se puso de rodillas en la cama enorme, redonda, rara, y me preguntó, llevándose un dedito a los labios: ¿Cómo quiere que me ponga, señor?

No lo pensé dos veces, o si lo pensé, no me acuerdo. Aplasté el Marlboro en un cenicero, puse la camarita sobre la mesa de noche y me le eché encima como una fiera. Era estrechísima, me vine enseguida. Son cosas que uno siempre lamenta demasiado tarde, sobre todo porque no valen la pena.

La china me juró después que era la primera vez que algo semejante le ocurría, nunca antes había perdido la cabeza. Iba a decirle que lo que había perdido era el culo, pero no me dejó hablar. Con gran apuro, me puso un rollo de billetes en la mano y me llevó hasta la puerta.

-Confío en su discreción –me dijo, por toda despedida. Yo no me atreví a contar el dinero; eran como trecientos pesos.

No me pregunten cómo Marisela se enteró de este fatídico desliz. Los muertos no suelen ser discretos; los sueños, tampoco. Tres días después, lo sabía todo y me puso de paticas en la calle, sin compasión. Ella era así, tajante. Echó toda mi ropa en el baúl del carro y ni siquiera me dijo adiós. Baydegüey, se quedó con la cámara. Qué desgracia.

Yo manejé sin rumbo todo el día. Paré en La Carreta y me tomé un batido de mamey; después, pedí par de croquetas. Manejé más; no sé por qué fui hasta Hialeah. Después, recurvé. El tráfico estaba horrible. Era la hora del roche. En el camino, me tropecé con un par de accidentes. Carros que echaban humo por el capó, choferes que manoteaban, vidrio y metal regado por el pavimento...

Cuando se hizo de noche, me metí en uno de esos moteles baratos que hay en la Ocho. Alquilan por noches y por horas. Siempre están llenos de putas y policías. El carpetero me preguntó qué tipo de habitación quería. Tenían la Jungla, el Camarote del Titanic, el Calabozo, un montón de temas. Lo pensé un poco y pedí el Calabozo. Ahí es donde debía estar indudablemente.

Era un aposento lúgubre, como era de esperar, con paredes de ladrillos desnudos y cadenas que colgaban del techo. Había un látigo de cuero negro, muy impresionante, tirado sobre la cama. Casi me echo a llorar.

Prendí el televisor. Estaban pasando una película de adultos. Me quedé embobecido, viendo cómo una rubia de tetas enormes le chupaba el tolete a un negro grandísimo que la miraba con ojos de asesino en serie. La Bella y la Bestia, pensé. Estaba a punto de botarme una paja, estimulado por aquella sabrosa mamada, cuando me acordé de la última profecía de Marisela.

Apagué el televisor y me tiré en la cama. Tenía sueño, pero aquel pronóstico no se me quitaba de la cabeza.

-Te vi ante una puerta luminosa –me había dicho antes de expulsarme de su vida para siempre- Una puerta llena de luz y niebla resplandeciente que te llama y te atrae como la luz a los insectos. Es una puerta muy linda, Manny, pero por lo que más quieras, no vayas a entrar. Allí te espera lo peor, quizás la muerte...

Creo que me quedé dormido una hora o algo así. No estoy seguro. Cuando abrí los ojos, me pareció que se había hecho de día, pero no; era sólo un resplandor que emanaba de alguna parte de aquel calabozo en que me había metido. Tenía un sabor amargo en la boca.

Miré a mi alrededor. La puerta del baño estaba medio abierta y la luz, bastante intensa, se desparramaba por sus bordes, por todas sus hendijas y bisagras. Un humito extraño, aromático, brotaba también de aquel sitio. Parecía ese programa de horror y de misterio que echaban por el seis. ¿Cómo se llama? Twilight Zone.

Me levanté y caminé despacio. Abrí la puerta completamente y la luz me cegó por un instante. Después, pude ver en la distancia un paisaje hermoso, un campo de golf muy verde o algo así. Iba a entrar, pero enseguida me vino a la mente la advertencia de Marisela y me quedé colgando en aquel extraño umbral. Hasta ahora, todas las profecías de aquella mujercita se habían cumplido al pie de la letra. ¿Pasaría lo mismo con esta?

Lo pensé un poco. Vacilé, atento a los carritos blancos que se desplazaban por el inmaculado campo de golf. Parecían tan inofensivos... Tendí una mano para tocarlos, pero me contuve. Casi iba a darle la espalda a aquel espejismo, lleno de espanto, cuando súbitamente cambié de parecer. La memoria de Marisela, de sus sueños y premoniciones, de su fatalismo, se desvaneció de pronto, como por encanto, y por primera vez en largo tiempo, me eché a reír, libre de tanto miedo y preocupación, ignorante del futuro, ante una puerta que me llamaba con la más dulce de las voces. Qué cojones, me dije. Que sea lo que Dios quiera. Y entré.

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